“Riiiiiiiiing”, ese sonido salvador. Ese instante mágico en el que saltaban los lápices y todos corríamos desaforados hacia la puerta. Recreo. Me acuerdo que había uno largo y otros cortos. Que perdí varios aplastada en la cola del kiosko para comprarme un alfajor con una moneda en australes, que gasté muchísimos intercambiando figuritas y luciendo papeles de carta. En alguna época salíamos con la mochilla con latas de gaseosas exóticas y hasta marquillas de cigarrillos. Nací en el 80, sepan disculpar lo que cambió el mundo desde aquel entonces. También lloré por alguna pelea y destruí pantalones corriendo arrasada por el poliladron.
Con esa carpeta de recuerdos llegamos a marzo, en plural porque las madres compartimos esas mariposas en la panza con nuestros hijos. Me acuerdo verla llegar despeinada, agotada y contandomé sobre su “recreo” (solo llegó a registrar eso, apenas dónde se sentaba). Ahora no tenían kiosko pero compartían esa vianda con la misma emoción. Rompió el vaso en la primera semana y se lo dejé así para que aprenda. Si hubiese sabido…
Pasaron más de 200 días, y pensar que los 19 días y 500 noches de Sabina parecían un montón. No me importa ser mamá maestra. Ya ni me enoja aprender los mil métodos nuevos de sumas y restas. Quiero, como ella, que pueda volver al recreo. Necesito saber que esto, algún día, tendrá un final. Que algún día volverá a tener su infancia con elástico, llantos porque “pirulita me dijo tal cosa” y los pitucones espantosos en el pantalón gastado.
Se me parte el alma cada vez que lo pienso.
Inverosímil, es poco.
Lo hablo con ella, que solo pide volver a su recreo, y la invito a imaginarse cómo se lo va a contar a sus hijos cuando se quejen por ir al colegio. Ya está, que pase la anécdota que se convirtió en pesadilla.
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